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Entre la terapia emocional y el arte

Por Carlos Rigel (Colaborador Especial)

En un tiempo donde la inclinación por el cultivo de las artes parece prosperar

en la población, comienza a revelarse un fenómeno antes impensado: la irrupción

de pacientes psiquiátricos. Se trata de individuos que ahorran dinero en psicoterapeutas

porque encuentran en los grupos de artistas amateurs la contención emocional,

económica y libre que sus bolsillos no pueden pagar.  

 

Los costos altos en el acceso a la atención psicológica para la población común ha forzado a los pacientes terapéuticos a buscar alternativas económicas de contención emocional a través de, o de grupos abiertos formados, o sinodales de inclusión irrestricta, donde el individuo siendo apenas un allegado se expresa y hasta se siente protegido. Y de la lista de compartimientos elegidos con frecuencia, las distintas corrientes del arte parecen estar al tope. Como un virus creciente de la urbanidad, entonces, llega una subcultura de pacientes conflictuados que reclaman espacio y butacas en los bastiones tradicionalmente artísticos. Sin embargo, no provienen del estudio o la técnica, ni del compromiso, ni del ejercicio o el conocimiento y a menudo se muestran dichosos y conformes de lo que no saben.

Pero es bueno recordar que de allí no salen artistas, sino pacientes que siguen necesitando una vez a la semana de terapeutas profesionales. Retrasan el tratamiento, no lo suprimen. El arte existe como un destino cotidiano, con la condena y la redención del alma a cuestas. Pero al «paciente terapéutico», acumulador de frustraciones allegado a las academias, le cuesta más barato anotarse en un atelier o taller de pintura o escritura, donde lo contienen y hasta se muestran interesados en los resultados, que pagar cuatro sesiones al mes de psicoterapeuta para superar la falta de estima y el desgarro de una vida diaria con señales de futilidad.

Y claro que no existe un «arte terapéutico», porque nadie diría que Van Gogh hacía terapia a pesar del tormento espiritual que padecía producto de la soledad, la incomprensión, el aislamiento y hasta la esquizofrenia, pero pocos más que él la necesitaban tanto. Sin embargo, aún el deterioro progresivo del artista, la obra «Mi habitación» dice más de él que su propio «Autoretrato»; en la deprimente disposición de los muebles rústicos podemos leer los gritos desesperados de su alma. Sin embargo, no funciona a la inversa, es decir, que por mostrar un comportamiento depresivo o esquizofrénico, incluso excéntrico, luego se es artista. Una catarsis sublimada deja de ser catarsis, así como al ordenar o clasificar lo bizarro deja de ser bizarro.

Y así como Van Gogh y su pincelada corta nos sirven como icono de una herramienta de la infelicidad paralela o inclusiva o determinante de la creatividad volcada a la pintura, también debemos encontrar al ejemplar en letras para indagar qué ocurre del otro lado de la confrontación con el momento artístico. Porque tampoco estamos hablando de un Kafka, cuando exterioriza en sus escritos, en su obra literaria, el odio a la crueldad de la figura paterna, por ende a toda figura institucional con poder en la representación jungiana, como lo reflejan los títulos famosos de su pluma El castillo, El proceso, y acaso el más cruel de todos, La metamorfosis.

A menudo se suele relacionar la locura con la creatividad o la excentricidad con el arte, quizá porque los artistas evolucionan a una refinada e intolerante percepción de la realidad, como por ejemplo Beethoven, Dalí o Van Gogh, incluso Kafka, pero no hablamos aquí del odio tajante o el desprecio insostenible de un individuo como promotores deformes de una obra ejemplar inigualable, sino de la impotencia de no tenerlos; de no tener nada. Una cosa es tener odio, desprecio, soledad, incomprensión, tormento o sufrimiento, y otra cosa es estar vacío y no producir ecos de ninguna clase. Pero, además, querer expresar eso mismo porque se dispone del tiempo y el público semanal como testigos de un hueco existencial.

La raza de pacientes de la terapia «expresiva» allegados al arte no proviene ni del estudio o la técnica, ni del compromiso o del ejercicio ni el conocimiento y, lo que es aún peor, niega a los que entienden, se muestra dichosa de no tener talento y conforme de lo que no sabe. Se trata de individuos que ahorran dinero en la necesaria psicoterapia. Por eso las expresiones «artísticas» del paciente adolecen de lectura intelectual, carecen de técnica y no poseen estilo definido, porque no provienen de una preocupación creativa y el estudio de otros artistas, o acaso de una propensión filosófica, sino de una purga psicosomática, la exteriorización de una deformación de la personalidad excretada en papel o en lienzo y por falta de un terminal grito de hartazgo. No son refugios del espíritu, sino una cárcel muchas veces de la impotencia humana.

El arte prescinde de la marihuana, pero también del Ritalín. Pero así, los pacientes economizadores de los gastos en terapia que expresan su frustración existencial con pinceladas ciegas o escribiendo sueños, ganan espacio en detrimento del artista naciente genuino hasta desplazarlo o ahuyentarlo por renuncia a continuar. Pero también reproduce el fenómeno actual de cuando lo conflictivo ocupa espacios y asciende a posiciones de poder, y el artista o sabio o intelectual se retira a la soledad. Curiosamente, esa misma soledad favorece al creativo, por eso la acepta sin reservas. Es otra característica diferencial: lo que al artista genuino le brinda crecimiento, al paciente terapéutico lo enferma. Por eso uno crece y el otro no.

Al arribo de la terapia «expresiva» debemos el acceso de la subcultura de la «autoayuda» y el mundo llamado «holístico» a las disciplinas experimentales del arte. Y por la falta de compromiso se ocultan detrás de las conductas «interpretativas» de los textos en los talleres de escritura «a mi me parece que el autor quiso decir…», y en los talleres de pintura «no repriman, dejen que se exprese libremente y como le salga», porque esos grupos de contención no observan técnicas ni estilos, sino que operan de parteros del capricho azaroso… con gente que no sabe expresar sus problemas de otra manera. Para ellos, corregir es reprimir, guiar es censurar y criticar es destruir. El mismo criterio de libertinaje grupal aplicado a un instrumento musical, digamos la batería o la trompeta, revelaría el tamaño del problema vecinal.

El paciente necesitado de psicoterapia no resolverá sus problemas con un pincel ni con el teclado ni en el escenario; y aún peor: un momento de frustración puede desencadenar situaciones inexplicables. No debemos confundir el sufrimiento del alma con la indecisión de la mente, ni el tormento del espíritu con la carencia de habilidades. Una cosa es tener el alma enferma, porque hasta para expresar tal padecimiento se necesita la mente prolija, lúcida y apasionada, como la de Poe, y otra muy distinta es vivir en crisis de identidad por la falta de autoestima o la desvalorización familiar. Como dice Cortázar, «no cualquiera se vuelve loco, esas cosas hay que merecerlas».

A ellos también debemos el «análisis» grupal complaciente hacia el producto propio con las ocurrencias más desopilantes y absurdas como relleno ilustrado. Por eso no progresan a nada. Porque si fuera así, si aceptáramos el cisma de un «arte terapéutico», las siguientes consignas «Mi esposo/a y mis hijos me ignoran», o «Vivo mirando TV y fregando platos» pasarían a ser los nuevos paradigmas del mundo artístico. Y así como los desórdenes emocionales o psicosomáticos son territorio de terapeutas especializados, así la frustración de no ser artista, a falta de algo mejor, no es problemática del arte.

 

CR

 

 

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