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Orwellanos

Por Carlos Rigel (Colaborador Especial)

 

La tridimensionalidad a veces nos aturde con el resumen. «Lo culto es de lo inculto, problemática de un nivel superior» expresó Brecht, acaso para sembrar una fisura insalvable de incomprensión social que no es ni generacional ni educativa, sino parte constituyente de la naturaleza humana. Y ampliando el criterio, para ser didáctico, podemos simbolizar con un ejemplo el contenido de la frase: un alumno de primer grado no puede entender por qué es importante para un ingeniero aeronáutico conocer la presión y la convección del aire a diferentes temperaturas. Y sin embargo, es determinante en los vuelos de altura.

Posiblemente al alumno hipotético ni siquiera le resulte importante saberlo. Quien no sabe algo no tiene idea de cuán importante puede ser saberlo simplemente porque no tiene referencias. Claro que ignorar, desconocer, no es un delito social, no es una opción libre del ser, sino un momento estático durante el proceso de crecimiento del sujeto donde el aprendizaje educativo provee, precisamente, de referencias donde aplicar el conocimiento adquirido en busca de una completud ideal.

Hace unas noches, escuchaba la reflexión concisa y precisa del Dr. Nelson Castro, periodista de TN, acerca de otro episodio suscitado en los fueros judiciales en relación a otra estafa cuantiosa que involucra al Estado y allegados, y citó: «Quien controla el presente controla el pasado. Quien controla el pasado controla el futuro». La cita corresponde a la novela alucinante 1984 de George Orwell, autor inglés, tristemente uno de los más recordados por Latinoamérica desde comienzos de milenio, quien hiciera esa observación como cronista destacado en la guerra civil española y confirmada más tarde con el alejamiento ideológico luego de haber militado en el partido comunista. Es que la llegada de Stalin hirió de muerte a los simpatizantes del marxismo. Orwell huyó espantado de un aparato que aplastó civiles como hormigueros contra el ejército nazi. Y de hormigueros humanos, precisamente, trata su novela.

Y la luz de los procesos patológicos de la Eurasia en llamas, sacudidas por convulsiones y guerras, y del protagonismo central de los Estados, Orwell dio vuelta los dos últimos dígitos del año presente y pensó en el futuro distópico apenas de 36 años después, mientras escribía sobre un sujeto perdido en el endoestado marxista, donde el control por la versión de la historia y los sucesos, el motivo y la conclusión, eran inherentes al objetivo buscado. De eso se trata nuestra actualidad. La frase de Orwell viene acorde a los tiempos que corren, cuando cada bando en pugna tendrá su propio relato de lo ocurrido. No hay ratio comparativo o refutaciones académicas ni nada que elegir, sino la negación total del otro.

Alguna vez, hubo coincidencias en la comunidad de autores y críticos acerca de que el escritor inglés intentó conjurar con su novela, digamos, impedir por advertencia, la llegada de ese mundo sujeto a un Estado policial donde el individuo desaparece en la máquina social, con descargas emocionales programadas, el furor controlado y la observación minuciosa permanente del ciudadano. Hoy sabemos que no conjuró nada, que de poco sirve anticipar lo que puede ocurrir, porque igual ocurrirá. En su inercia vertiginosa, la joven humanidad tropieza y cae al menos dos veces con el mismo obstáculo. O quizá más.

 

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Pero esta larga introducción acaso nos permite conjeturar acerca del valor subversivo de la ficción en épocas de coyuntura, cuando todo momento social en todo lugar de la Tierra es de coyuntura, porque tras el «Fin de la historia» de Fukuyama en los ’90, con la caída del muro de Berlín y la disgregación de la URSS, se sucedieron nada menos que el estallido del conflicto sangriento con «limpieza étnica» en Sarajevo, el atentado contra las Torres Gemelas de Comercio, el conflicto de la Ucrania separatista con Rusia, la invasión a Irak, la propagación del SIDA, la declaración de guerra a occidente del Islam con el sanguinario Hassad y la formación de ISIS, la aparición del virus ZICA, la irrupción de narco-gobiernos en Latinoamérica, los atentados en España, Inglaterra, Bélgica y Francia, y en su respuesta, los bombardeos de Europa sobre territorio de Medio Oriente. Lo inimaginable se hizo presente. El peor comienzo tras el fin.

Por supuesto que Orwell hubiera terminado en estado de coma literario con semejante panorama, qué novedad. Ningún autor por descabellado que pudiera ser podía prever en la piel del tiempo un siglo 21 más sangriento y esperpéntico aún que el 18, el 19 o el 20, sobre todo cuando la literatura de ficción anunciaba también ciudades pacíficas, un urbanismo aéreo diario y la cura de las enfermedades, hoy tan distantes en las realizaciones y en los sueños sociales. Pero el género también previó una humanidad post-nuclear, una sociedad desagregada o por el delito o por mutaciones virósicas irreversibles. O el futuro es imprevisible o viaja rápido a nuestro encuentro.

Pero frente al linaje de faunos iniciado por Flavius Josefo, habla muy bien de don George Orwell, como de Hemingway, como de Ernst Jünguer, como de Sarmiento, como de John Reed, no sólo haber narrado historias anacrónicas y pasionales, o reales o ficcionales inspiradas en hechos convulsivos trascendentes e incluso violentos, sino haberlos vivido desde adentro, haberlos protagonizado y hasta el haber tomado parte en el conflicto. Como bien nos dice el colega Gilberto R. Santacruz, periodista, poeta y narrador guaraní: «¿Cómo pueden escribir algo interesante si estuvieron sentados en una silla toda su vida?».

O la humanidad yace en un pantano y todo ha quedado desbordado por una realidad descontrolada donde el sujeto, siendo masa, es también líder y epicentro en la tectónica social y altera cualquier ecuación, o quizá debemos replantearnos la totalidad de los sueños con sus pesadillas incluidas, de la utopía a la distopía. Pero habla en favor de la literatura futurista –o ‘futopía’ como la llamo–, finalmente, la exploración del individuo en situaciones extremas donde la subversión y la rebeldía de la condición humana se encuentran frente al abismo en los brazos del amor como partícula indivisible del ser –recordando a Sófocles–, donde hasta la belleza resulta fuera de lugar. Finalmente, el protagonista no es el Estado, sino el ser frágil y rompible frente al Estado, frente al engaño sistemático, con la advertencia intrínseca de seguir las señales sin preguntarnos adónde nos llevan, qué habita el después.

En una existencia kafkiana, nada parece encajar de lleno en el cuadro actual y para continuar la tarea de vivir apenas podremos rescatar mínimos destellos de cada autor, como la frase citada por Nelson Castro, que nos permiten orientarnos para intentar comprender una realidad enferma y deforme desde su origen. Pero si hoy nos citan esa frase es porque nuestra materialidad en algo se parece a esa ficción. Sólo por eso vale la pena ilustrarnos. Como el grafiti anónimo escrito en una pared de Lima: «Cuando tenía prontas las respuestas me cambiaron las preguntas»; ahora sabemos que es peor todavía que nos cambien el idioma.

No hay más que seguir adelante a ciegas suponiendo, especulando, contrastando, acechados por una actualidad que golpea como martillo aunque divide como un hacha, porque la parte mala de un virus es acostumbrarse a vivir con él al lado, En cualquier caso, todo está por escribirse, todo por pensarse, todo por imaginarlo, como tirar la biblioteca abajo y hacerla de nuevo. Por suerte, siempre tenemos al Quijote a mano para corregir la realidad y proteger nuestra cordura.

 

CR

 

 

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